Por Carlos Julio Díaz Lotero
Analista ENS
La
doctrina define el sistema de relaciones laborales como “la forma en que se
adoptan las decisiones para distribuir los frutos de la producción entre los
productores y aquellos que proporcionan los medios para que la misma se realice”[1]. En los inicios del desarrollo
industrial estas relaciones eran arbitrarias y los conflictos se resolvían con
la violencia, la fuerza o la exclusión, como forma de perpetuar la dominación
de ciertos grupos sociales sobre otros.
La
conquista del Estado Social y el desarrollo de los sistemas democráticos
establecieron la negociación y el diálogo social como procedimiento pacífico
para resolver los conflictos en la sociedad y en el mundo del trabajo. Al
respecto, Marshall había señalado que “uno de los principales logros del poder
político durante el siglo XIX fue allanar el camino al sindicalismo,
permitiendo a los trabajadores hacer uso de sus derechos civiles
colectivamente”, y que en este sentido “el sindicalismo creó una especie de
ciudadanía industrial, en la que los derechos civiles colectivos podían
utilizarse no sólo para negociar en el auténtico sentido del término, sino
también para consolidar los derechos fundamentales”[2].
El
derecho de los trabajadores a asociarse en sindicatos y a negociar
colectivamente sus condiciones de trabajo y empleo, están reconocidos hoy en
todos los pactos y tratados internacionales sobre derechos humanos, hacen parte
de los convenios internacionales del trabajo (convenios 87 y 98), y son parte
integrante de nuestra constitución política (arts. 38 y 53).
Sin
embargo, la “Cultura Metro”, de la que tanto nos sentimos orgullosos los antioqueños,
no ha incluido hasta ahora estos derechos como parte integral de dicha cultura.
Desde 1995, año en que entró en operación la Empresa de Transporte Masivo del
Valle de Aburrá, las decisiones y regulaciones de las relaciones laborales
nunca se controvirtieron. Nada se negociaba.
Con
la creación del sindicato de los trabajadores del Metro de Medellín, hace unos
dos meses las cosas empezaron a cambiar, pues uno de los efectos que tienen los
sindicatos es dar voz y autonomía a los trabajadores. Por una parte se destapó
una problemática acumulada dentro de la empresa por este modelo de gestión
autoritaria y verticalista. El abuso de poder, el acoso laboral, la
incertidumbre por la naturaleza de la contratación, la utilización de los
sistemas de contratación para hacer politiquería y clientelismo, la falta de
garantías en los procesos disciplinarios, y el miedo y el temor por el futuro,
hacían parte de la “Cultura Metro” desde la raya amarilla hacia lo interno de
la empresa.
El
sindicato fue recibido por la empresa con desconfianza; su aceptación fue a
regañadientes, y su reconocimiento no va más allá del alcance impuesto por la
ley. Se ha intentado de manera soterrada debilitarlo y limitarlo al máximo para
que su influencia sea lo mínimo posible. Para los directivos de la empresa lo
ideal sería que no existiera, pues no cabe en su cultura premoderna. Los
mensajes ejecutivos de la administración señalan como un acto de deslealtad la
creación del sindicato. Sottovoce se
dice que solo tendrá posibilidad de progreso y ascenso dentro de la empresa el
personal no sindicalizado.
En
el proceso de negociación del pliego de peticiones que presentaron los
trabajadores para intentar resolver los problemas que los afectan, los voceros
de la empresa expresaron su preferencia por resolver éstos en negociaciones
individuales con cada trabajador sin la mediación del sindicato. Dejaron
entrever la posibilidad de promover otro sindicato que fuera subalterno y dócil
a sus argumentos, se han negado a concertar espacios de diálogo social para
tramitar los problemas que existen dentro de la organización; han sido
mezquinos en brindar garantías para el funcionamiento del sindicato, y han rehusado
a dar cualquier crédito político a éste en la solución de alguno de los
problemas.
La administración del Metro no ha asimilado
la creación del sindicato, ni mucho menos la necesidad de negociar muchas
decisiones que antes se tomaban de manera unilateral y caprichosa. En su estilo
de gestión no aceptan compartir el poder absoluto con que siempre han gobernado
la empresa, no creen en los valores democráticos como parte de la cultura
empresarial, ni han entendido que los trabajadores, después de18 años de
operación de la empresa, han llegado a su mayoría de edad y quieren ejercer sus
derechos de ciudadanía laboral.
No existe un modelo de relación laboral
ideal; sin embargo, se puede mencionar que un modelo deseable sería en el que la
empresa y el sindicato consiguieran sus objetivos más importantes. Los
problemas y los conflictos se resolverán de manera adecuada si la empresa y el
sindicato construyen un modelo de relaciones laborales en el que ambas partes
se apoyen recíprocamente para lograr sus objetivos (resolver su problemas) en
una relación de adulto a adulto.
Un modelo, en fin, en el que se reconozca que
la fuerza de uno y otro radica en las coincidencias, porque hay un principio
articulador que los unifica: el crecimiento y prosperidad de la empresa, del sindicato y de
sus trabajadores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario